FRAGMENTOS FILOSÓFICOS

ANTICIPARSE A LA CRISIS 

por Marta Peirano

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Las crisis transforman a las personas y a la sociedad. Nuestra historia evolutiva es un relato de agónicas transformaciones forzadas por la necesidad de supervivencia. La pregunta es: ¿podemos activar esa transformación antes de la crisis? Sabemos que el trauma evolutivo nos hace prisioneros de lo heroico, que preferimos empezar de cero a cambiar de hábitos. Pero no podemos empezar de cero sin sacrificar a una gran parte de la humanidad. La mitad de la población mundial vive en centros urbanos, y la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE) prevé que en veinte años será el 70 por ciento. Con las metrópolis consumiendo más del 75 por ciento de la producción de energía mundial y generando el 80 por ciento de las emisiones, el único cambio significativo vendrá de mejorar lo que ya tenemos y de encontrar nuevas maneras de vivir. «A veces las viejas ideas pueden usar nuevos edificios —decía Jane Jacobs, la gran defensora de la capacidad de los barrios para reinventarse con nosotros dentro—. Las nuevas ideas necesitan viejos edificios».
 
Pero ¿cómo hacer que los edificios de una ciudad empiecen a usar contadores de forma organizada y colaborativa para ahorrar agua sin un Día Cero? Sin multas, restricciones ni la posibilidad real de quedarse sin agua. Sin acontecimiento ni drama. Sin presión. Según la ciencia del comportamiento, para que arraigue un nuevo hábito tiene que ser fácil de ejecutar. Hay que eliminar todos los puntos de fricción que sean un obstáculo, despejando dudas y dificultades, y potenciar los incentivos. El proceso es largo y no todas las estrategias funcionan al mismo tiempo. Los incentivos son como las piezas de una partida de ajedrez: un caballo vale mucho al empezar la partida, porque puede saltar por encima de las otras piezas en un tablero lleno, pero, a medida que la mesa se va despejando, sus saltitos se vuelven torpes y aparatosos y ganan puntos las piezas más rápidas como la torre o el alfil.
 
Como incentivo, la novedad es una pieza de apertura con poco recorrido. Una localidad como Madrid podría invertir en equipar todos los domicilios con sensores y contadores inteligentes a través de la empresa pública que suministra el agua, diseñar una aplicación de control del gasto y enseñar a usarla a través de una campaña masiva con instrucciones para su instalación y estrategias de ahorro. Los sistemas de medición avanzada son implementaciones que ya están en camino, porque facilitan mucho la gestión del suministro, pero tienen límites que no son técnicos. El Canal de Isabel II no necesita saber cuándo se duchan los madrileños ni cuántas veces van al baño, y, una vez centralizados por una institución o empresa, esos datos tienden a acabar en manos de entidades más indeseables. Pero, en previsión de ese mercado y de la implantación de dispositivos de gestión inteligente, están proliferando las aplicaciones alternativas para gestionar la información segmentada de los sensores, incluidas opciones de software libre, sujetas a auditoría para garantizar la privacidad. 
 
Otro incentivo importante pero problemático es el precio del suministro. El precio alto del agua puede beneficiar al medioambiente; la teoría es que los consumidores que pagan el precio real pueden apreciar la escasez del recurso y su verdadero valor», dice la OCDE. Sudáfrica ha sido el país que más ha incrementado el precio del agua, más de un 20 por ciento desde la campaña Día Cero, lo que ayuda a mantener el nivel de consumo por debajo de los cien litros diarios. Dinamarca, un país que no ha sido amenazado por la sequía, decidió hace dos décadas que la ciudadanía debía pagar la totalidad de los costes relativos al suministro de agua y su mantenimiento para entender su valor. Así pues, es el país de Europa que menos agua consume, con una media de 105 litros diarios por persona. En Italia, donde tomaron la decisión opuesta de subvencionar el agua, el consumo es de 240 litros diarios, el más alto del continente. Es la más barata de la UE y también una de las peor distribuidas, con el norte acaparando gran parte de los servicios en detrimento del sur. La infraestructura es tan deficiente que hay un tercio del suministro que no se cobra porque se pierde o «desaparece» antes de llegar a su destino, hacia pozos y fincas privadas. El agua la pagan entre todos, se la reparten unos pocos y nadie mira cuánto gasta, pero hay gente que no tiene, la infraestructura está en quiebra y se perpetúan el nepotismo, la desigualdad y la corrupción. 

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Imponer el coste total del servicio es un buen incentivo para la clase media, pero deja sin agua a los que menos tienen y abre el grifo para las piscinas y las fincas de los que tienen de más. Subvencionarla es un buen incentivo para la corrupción. Hay soluciones para eso, como las subvenciones o los tramos fiscales, pero el efecto a largo plazo sería dudoso, salvo que las administraciones lo apoyasen con un ejercicio de transparencia extrema.
 
Hacer público el gasto de cada casa abre la posibilidad a un tercer incentivo, la presión social. El ayuntamiento que lo haga provocará la clase de emociones que activan los movimientos sociales, como la rabia y la indignación, salvo que se comprometa a reducir las desigualdades, un imperativo en la lucha contra el cambio climático. La campaña de información de Ciudad del Cabo permitió a los implicados entender de forma sistémica, metódica y persistente en el tiempo los patrones de consumo de cada barrio. No todos los distritos salieron bien parados en la comparativa, pero airear las desigualdades ayudó a salvar la ciudad. Tuvieron que sacrificar parte de la privacidad para desarrollar una conciencia colectiva que los convirtiera en socios trabajando por el bien común. Pero no solo eso. Con acceso a los datos, el ciudadano pudo relativizar el consumo de su casa y de su edificio en el contexto de otros edificios del barrio, así como el de su barrio en el contexto de todos los barrios, y entender el alcance de su contribución al gasto de las reservas locales en tiempo real. La lección de Ciudad del Cabo no es que la gente responde rápidamente a las multas, sino que la estrategia más eficiente para mitigar la sequía es convertir a los ciudadanos en accionistas de la bolsa de agua municipal.

El incentivo se dispara cuando cambiamos la gestión del agua por el consumo de energía, en el que el ciudadano puede ser consumidor y productor. Las comunidades energéticas locales, reconocidas recientemente en la Directiva Europea de Energías Renovables, permiten a cada edificio producir su propia energía a través de placas fotovoltaicas y otras fórmulas renovables y compartir la que sobra con otros vecinos o proyectos a través de cooperativas en una red de proximidad. Será la única manera sostenible de regular la temperatura de las viviendas en los próximos años sin que arda o colapse la ciudad. Y es un incentivo económico importante ahora que el precio de la luz pulveriza su récord todos los meses, porque permite crear redes de solidaridad con las familias en apuros. En el momento de escribir estas páginas, la cifra, histórica, es de setecientos euros/MWh.

Peter Burdon

La concentración del mercado energético no es el único problema. Tener un mercado descentralizado con muchos proveedores no garantiza que el precio sea bajo o el suministro estable, como demostró el temporal que azotó Texas en febrero de 2021. La tierra petrolera por antonomasia tiene una red eléctrica descentralizada que incluye múltiples fuentes de energía, entre ellas la solar, la eólica y la nuclear, pero completamente aislada, privatizada y desregulada, basada en precios a corto plazo. En un contexto medioambiental estable es una ventaja. Los veranos de Texas son cálidos y húmedos y los inviernos, fríos y ventosos, pero la temperatura no baja de los 3 °C ni supera los 36 °C. Cuando las temperaturas se desplomaron, el precio mayorista de la electricidad en Houston pasó de veintidós dólares el megavatio hora a aproximadamente nueve mil.

Al mismo tiempo, la demanda de electricidad superó la marca que el Consejo de Confiabilidad Eléctrica de Texas había calculado que sería la máxima necesaria, dejando sin electricidad a cuatro millones de hogares. Había excedente de gas natural, pero no se pudo transformar en calor. Las tuberías de las casas se congelaron y explotaron, reventando las paredes. Cientos de familias durmieron en sus coches con la calefacción puesta. La cifra oficial de muertos fue de 246. En mayo de ese mismo año, cientos de iraquíes se concentraron para protestar por el precio de la electricidad con temperaturas superiores a los 50 °C en todo el país. Es crucial buscar fórmulas de soberanía energética, no solo respecto de la avaricia y la mala gestión de las empresas eléctricas, sino también de proveedores de los que es cada vez más problemático depender. La invasión de Ucrania ha visibilizado de forma dramática el peso geopolítico de nuestra adicción al petróleo y al gas de países como Rusia o los Emiratos Árabes. Es el momento de establecer un marco de gestión que permita la colaboración entre vecinos e instituciones. No tiene sentido esperar.

La tecnología está preparada. Las cooperativas energéticas han crecido durante los años de precios prohibitivos, de bloqueo de la industria energética y de desprecio institucional. En un contexto de apoyo administrativo y precios competitivos, solo pueden prosperar. En cuanto al agua, las publicaciones científicas están llenas de experimentos que confirman la eficacia de la ciencia ciudadana gracias a la irrupción de dispositivos competentes en el mercado de consumo. «Los métodos de monitorización tradicionales consumen mucho tiempo y la precisión de los datos es muy mejorable —explica un informe reciente sobre el estado de la monitorización ciudadana del agua—. La aparición de sensores inteligentes ha mejorado drásticamente la calidad de la vigilancia del agua».

Hay un internet de las cosas al servicio de la mitigación climática, y hay softwares de gestión y visualización de datos para hacerlos comprensibles e interesantes para los no iniciados. Coordinarse para entender los fundamentos de la gestión hídrica y energética de cada barrio ofrece una lectura geopolítica de la distribución de los recursos. En el tablero de la gestión de estos, la ampliación del control ciudadano es la clase de pieza que cobra fuerza en mitad de la partida, como una torre o un alfil. Y no requiere el consenso ni la implicación directa de todos los vecinos. Basta con que un grupo de ellos lo suficientemente astutos e interesados usen esos datos para investigar los factores no geográficos ni meteorológicos que incrementan el precio de un bien aparentemente común. Los barrios podrían tener su propio puesto de vigilancia de las infraestructuras municipales, un punto de partida que podría ampliarse fácilmente añadiendo sensores para medir la calidad de vida a través del ruido, la humedad, las partículas que flotan en el aire y el contenido del agua, no solo de la que entra sino también de la que sale. ¿Por qué no?

Un circuito crítico de sensores a la entrada y a la salida de un edificio es habitual en las plantas industriales, y serviría para estudiar el impacto del tratamiento de las aguas municipales sobre el bienestar de aquellos que la consumen, atendiendo al contenido mineral que determina su calidad. También podría advertir de la presencia de elementos ajenos, como químicos o microplásticos. Un buen protocolo es sensible al contexto, atendiendo al nivel de plomo en las cañerías de los edificios anteriores a 1975, cuando en España se prohibió el uso de este metal pesado en las nuevas edificaciones, o a una posible contaminación por nitratos si hay macrogranjas en las proximidades. Y es maravillosamente escalable; sumando las bases de datos de cada bloque, calle o barrio, se abre la posibilidad de un estudio continuado de las aguas residuales que permitiría valorar los cambios del perfil microbiótico de los vecinos a lo largo del año y monitorizar la incidencia de ciertas enfermedades, el abuso de pesticidas o la aparición de virus potencialmente pandémicos como el SARS-COV-2.

Un puesto de observación de esas características convertiría el edificio en un termómetro del bienestar comunitario, una base de datos propia e independiente que podría contrastar la información oficial cuando hiciese falta. La comunidad afectada por un exceso de trihalometanos derivado de un mal tratamiento de las aguas, o intoxicada por los vertidos de una fábrica o macrogranja cercana, tendría herramientas para denunciar el problema, vecinos con quienes activar la protesta e información suficiente sobre las consecuencias para encontrar los remedios y hasta para exigir una indemnización. Pero también podría complementarla. Después de la inversión inicial y la campaña de formación apropiada, cada edificio sería libre de colaborar con sus vecinos e impulsar proyectos de gestión climática con las instituciones locales pertinentes, con la infraestructura social que forman los centros sanitarios, las bibliotecas públicas, las asociaciones vecinales y los centros educativos; sería libre de formar una red local de colaboración ciudadana en la que los vecinos aportasen sus observaciones y su valiosa red de datos actualizados en tiempo real para iniciar programas de investigación sobre la salud del barrio. Este es el punto en el que dejamos de colocar piezas y empezamos a jugar. 

La tecnología está preparada, y la sociedad también. Vivimos gestionando los detalles más peregrinos de nuestra vida cotidiana, desde las calorías que consumimos hasta los pasos que damos, en beneficio de empresas que los usan para explotar nuestras enfermedades, dudas y desgracias. El mercado de criptomonedas demuestra que, con los incentivos apropiados y las aplicaciones correctas, podemos empoderar a la población para ser accionistas del futuro.
-Fragmento de Contra el futuro
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