FRAGMENTOS FILOSÓFICOS
ANTICIPARSE A LA CRISIS
por Marta Peirano
Mantente al día de las novedades de Filosófica
Suscríbete a nuestro newsletter
El incentivo se dispara cuando cambiamos la gestión del agua por el consumo de energía, en el que el ciudadano puede ser consumidor y productor. Las comunidades energéticas locales, reconocidas recientemente en la Directiva Europea de Energías Renovables, permiten a cada edificio producir su propia energía a través de placas fotovoltaicas y otras fórmulas renovables y compartir la que sobra con otros vecinos o proyectos a través de cooperativas en una red de proximidad. Será la única manera sostenible de regular la temperatura de las viviendas en los próximos años sin que arda o colapse la ciudad. Y es un incentivo económico importante ahora que el precio de la luz pulveriza su récord todos los meses, porque permite crear redes de solidaridad con las familias en apuros. En el momento de escribir estas páginas, la cifra, histórica, es de setecientos euros/MWh.
La concentración del mercado energético no es el único problema. Tener un mercado descentralizado con muchos proveedores no garantiza que el precio sea bajo o el suministro estable, como demostró el temporal que azotó Texas en febrero de 2021. La tierra petrolera por antonomasia tiene una red eléctrica descentralizada que incluye múltiples fuentes de energía, entre ellas la solar, la eólica y la nuclear, pero completamente aislada, privatizada y desregulada, basada en precios a corto plazo. En un contexto medioambiental estable es una ventaja. Los veranos de Texas son cálidos y húmedos y los inviernos, fríos y ventosos, pero la temperatura no baja de los 3 °C ni supera los 36 °C. Cuando las temperaturas se desplomaron, el precio mayorista de la electricidad en Houston pasó de veintidós dólares el megavatio hora a aproximadamente nueve mil.
Al mismo tiempo, la demanda de electricidad superó la marca que el Consejo de Confiabilidad Eléctrica de Texas había calculado que sería la máxima necesaria, dejando sin electricidad a cuatro millones de hogares. Había excedente de gas natural, pero no se pudo transformar en calor. Las tuberías de las casas se congelaron y explotaron, reventando las paredes. Cientos de familias durmieron en sus coches con la calefacción puesta. La cifra oficial de muertos fue de 246. En mayo de ese mismo año, cientos de iraquíes se concentraron para protestar por el precio de la electricidad con temperaturas superiores a los 50 °C en todo el país. Es crucial buscar fórmulas de soberanía energética, no solo respecto de la avaricia y la mala gestión de las empresas eléctricas, sino también de proveedores de los que es cada vez más problemático depender. La invasión de Ucrania ha visibilizado de forma dramática el peso geopolítico de nuestra adicción al petróleo y al gas de países como Rusia o los Emiratos Árabes. Es el momento de establecer un marco de gestión que permita la colaboración entre vecinos e instituciones. No tiene sentido esperar.
La tecnología está preparada. Las cooperativas energéticas han crecido durante los años de precios prohibitivos, de bloqueo de la industria energética y de desprecio institucional. En un contexto de apoyo administrativo y precios competitivos, solo pueden prosperar. En cuanto al agua, las publicaciones científicas están llenas de experimentos que confirman la eficacia de la ciencia ciudadana gracias a la irrupción de dispositivos competentes en el mercado de consumo. «Los métodos de monitorización tradicionales consumen mucho tiempo y la precisión de los datos es muy mejorable —explica un informe reciente sobre el estado de la monitorización ciudadana del agua—. La aparición de sensores inteligentes ha mejorado drásticamente la calidad de la vigilancia del agua».
Hay un internet de las cosas al servicio de la mitigación climática, y hay softwares de gestión y visualización de datos para hacerlos comprensibles e interesantes para los no iniciados. Coordinarse para entender los fundamentos de la gestión hídrica y energética de cada barrio ofrece una lectura geopolítica de la distribución de los recursos. En el tablero de la gestión de estos, la ampliación del control ciudadano es la clase de pieza que cobra fuerza en mitad de la partida, como una torre o un alfil. Y no requiere el consenso ni la implicación directa de todos los vecinos. Basta con que un grupo de ellos lo suficientemente astutos e interesados usen esos datos para investigar los factores no geográficos ni meteorológicos que incrementan el precio de un bien aparentemente común. Los barrios podrían tener su propio puesto de vigilancia de las infraestructuras municipales, un punto de partida que podría ampliarse fácilmente añadiendo sensores para medir la calidad de vida a través del ruido, la humedad, las partículas que flotan en el aire y el contenido del agua, no solo de la que entra sino también de la que sale. ¿Por qué no?
Un circuito crítico de sensores a la entrada y a la salida de un edificio es habitual en las plantas industriales, y serviría para estudiar el impacto del tratamiento de las aguas municipales sobre el bienestar de aquellos que la consumen, atendiendo al contenido mineral que determina su calidad. También podría advertir de la presencia de elementos ajenos, como químicos o microplásticos. Un buen protocolo es sensible al contexto, atendiendo al nivel de plomo en las cañerías de los edificios anteriores a 1975, cuando en España se prohibió el uso de este metal pesado en las nuevas edificaciones, o a una posible contaminación por nitratos si hay macrogranjas en las proximidades. Y es maravillosamente escalable; sumando las bases de datos de cada bloque, calle o barrio, se abre la posibilidad de un estudio continuado de las aguas residuales que permitiría valorar los cambios del perfil microbiótico de los vecinos a lo largo del año y monitorizar la incidencia de ciertas enfermedades, el abuso de pesticidas o la aparición de virus potencialmente pandémicos como el SARS-COV-2.
Un puesto de observación de esas características convertiría el edificio en un termómetro del bienestar comunitario, una base de datos propia e independiente que podría contrastar la información oficial cuando hiciese falta. La comunidad afectada por un exceso de trihalometanos derivado de un mal tratamiento de las aguas, o intoxicada por los vertidos de una fábrica o macrogranja cercana, tendría herramientas para denunciar el problema, vecinos con quienes activar la protesta e información suficiente sobre las consecuencias para encontrar los remedios y hasta para exigir una indemnización. Pero también podría complementarla. Después de la inversión inicial y la campaña de formación apropiada, cada edificio sería libre de colaborar con sus vecinos e impulsar proyectos de gestión climática con las instituciones locales pertinentes, con la infraestructura social que forman los centros sanitarios, las bibliotecas públicas, las asociaciones vecinales y los centros educativos; sería libre de formar una red local de colaboración ciudadana en la que los vecinos aportasen sus observaciones y su valiosa red de datos actualizados en tiempo real para iniciar programas de investigación sobre la salud del barrio. Este es el punto en el que dejamos de colocar piezas y empezamos a jugar.