COLUMNA

Impolítica de los bots. La crisis de las personas y las cosas

Alejandro Recio Sastre

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En Las personas y las cosas Roberto Esposito plantea la tradicional división entre el dispositivo del sujeto y todo aquello que cae del lado de las cosas. Esta división no solo ha repercutido al interior de la filosofía en general y de la filosofía moral en particular, sino que también se ha ido desarrollando en la historia de las instituciones jurídicas.

Para Esposito (2016) “la única manera de desatar este nudo gordiano metafísico entre cosa y persona es abordarlo desde el punto de vista del cuerpo. Dado que el cuerpo humano no coincide ni con la persona ni con la cosa, abre una perspectiva que es ajena a la escisión que cada una de ellas proyecta sobre la otra” (p. 15). De este modo, solo el cuerpo puede desbloquear el tránsito de la persona a la cosa, aunque también puede restringirlo como una ruptura que cuestiona la dicotomía prestablecida entre personas y cosas (p. 138). Puesto que la tradición filosófica y jurídica occidental viene determinada por el orden personas-cosas, con sus respectivas idas y venidas de un lado a otro de la dicotomía, habría que ver la forma de regresar a ese cuerpo que admite o restringe todo tránsito posible entre ambos términos. Posiblemente, interpretando con cierta ligereza a Esposito, aquí se trataría de recuperar un cuerpo que ni siquiera haya sido modificado o transfigurado por el apremio práctico de la política y los menesteres teóricos de la filosofía, un cuerpo, por tanto, que esté incluso fuera de las imágenes conceptuales que lo presentaron como factum de resistencia.

También le preocupa a Esposito la migración de la política desde la cosa pública a la figura del cuerpo del líder: allí donde el poder toma rostro y se hace reconocible. El sensacionalismo de la política, producto de una retirada de lo público y un síndrome populista cada vez más acentuado, encumbra al cuerpo del líder y difumina el resto del cuerpo político, haciendo que lo público y lo privado tiendan a confundirse. Los cuerpos que han residido en los bordes de la política buscan reivindicar una espacialidad de lo público, pues, tal como advertía Hanna Arendt, no puede existir política sin espacio público. Esposito confía en que la nueva institucionalización de la política y su nuevo vocabulario tomen expresión en la reunión de los cuerpos que se agolpan en plazas y calles de todo el planeta con el fin de alentar los cambios políticos que, no sin dificultades, constituyen una opción de posibilidad transformadora encarnada en el mismo cuerpo de la multitud (pp. 139-141).

Sin embargo, actualmente la dicotomía entre personas y cosas desaparece a medida que crece la digitalización de las relaciones sociales. En principio, el dispositivo de la persona tiene un lugar de presentación que ya no es exactamente el espacio público –ni tampoco el espacio privado–: son las redes sociales. Estas forman un no-lugar dado que no se encuentran en ningún sitio en concreto, sino que se desenvuelven como un conjunto de datos en perpetuo movimiento que aparecen en las pantallas de nuestros dispositivos digitales. Ese nuevo ámbito de la digitalización, hasta hace unos pocos años, parecía no tener regularización, de tal manera que ciertos usuarios podían llevar a cabo algunas tropelías que en el espacio físico nunca realizarían impunemente. Y pese a la regularización que comienza a darse, a duras penas, hoy los gobiernos de todo el mundo pueden legislar fehacientemente sobre este vertiginoso no-lugar.

Con la digitalización del dispositivo de la persona tiende a diluirse la tradicional dicotomía entre las personas y las cosas. Las cosas no han seguido un proceso análogo de virtualización, más bien, han quedado desplazadas a un mundo real que parece muy feo para el excentricismo reinante en las redes. Byung-Chul Han (2021) lo dice con escueta clarividencia en No-cosas:

“La infoesfera tiene sin duda un efecto emancipador. Nos libera más eficazmente del penoso trabajo que la esfera de las cosas. La civilización humana puede entenderse como una espiritualización creciente de la realidad. El hombre transfiere sucesivamente sus capacidades mentales a las cosas para hacerlas funcionar por él.” (p. 20).

Al abandonar el trabajo a la esfera de las cosas, es decir, al dejar que las máquinas produzcan, el ser humano se arroja a sí mismo a una esfera que no viene mediada por las cosas y el trabajo, a saber, la infoesfera como expresión de las personas emancipadas de la coseidad. Los cuerpos pasan a ser un selfi. Estos son la imagen narcisista de la persona, de lo que uno mismo quiere mostrar. El cuerpo se convierte en no más que una apariencia retocada, plagada de filtros; ni siquiera el cuerpo que aparece en las redes es natural, sino la imagen desnaturalizada de uno mismo. La corporalidad a la que apela Esposito como tránsito entre personas y cosas pierde aquí su carácter.

De acuerdo con lo anterior, se produce una escisión radical del nuevo dispositivo digital de las personas con respecto al mundo de las cosas. En este desgarre también la preocupación por lo público en cuanto cosa común se ha desvanecido. El abandono de la cosa pública denota una pérdida del espacio de convergencia de derechos e intereses generales, así como la reivindicación de los mismos mediante los resortes políticos que garantizan los regímenes democráticos. La desintegración de la res publica o cosa pública supone dejar de lado a los otros como potenciales aliados para la expresión en defensa de derechos y libertades, o, inclusive, al otro como adversario político, donde el debate sobre qué hacer con la cosa pública implica introducir razones y pedir explicaciones.

Ahora la administración de la cosa pública también queda en manos de un perfil que en redes sociales probablemente tenga muchos likes. El sensacionalismo de la política, que encaramaba el poder en la figura del líder –como decíamos al principio– se ha vuelto estrepitosamente digital. La política ya no es sensacionalista porque ni siquiera hay sensación en ella, solo pulsación de íconos y pulsiones emocionales fluctuantes. Las opciones son de aprobación (el to like), amor (to love -según el almibarado ícono que viene tras el like–), afecto, sarna, sorpresa y enfado; el último ícono de enfado realmente tiene muchas interpretaciones y, al denotar rechazo, también puede ser utilizado como to hate, “odio”, según queramos interpretarlo los usuarios. Como venía diciendo antes, el sensacionalismo de la política ha sido sobrepasado por la mera pulsión de emociones frente a determinados actos expuestos a la mirada pública: medidas gubernamentales, candidatos a algún cargo, declaración o acción de algún opositor o de un grupo activista, etc.

 

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Lo público no se expresa en forma de cosa, sino de no-cosa. La forma en que las personas digitales toman partido por una u otra sensibilidad política es por medio de mensajes muy simplificados, los emoticonos o los memes son dos ejemplos de ello. Las convocatorias a reunir los cuerpos en el espacio público vienen direccionadas desde la no-cosa pública, es decir, las redes sociales. Tanto la reunión de cuerpos para fines lucrativos, comerciales o reivindicativos suele estar precedida de una amalgama de emoticonos y comentarios que pululan en las redes y que logran mover lo físico por medio del sistema límbico de las personas. Si para conectar el alma inmaterial del sujeto con el cuerpo, Descartes recurría a la glándula pineal como sede del alma en el cuerpo, hoy, el vínculo entre el dispositivo digital de las personas y sus cuerpos es plenamente afectivo y carente de sede, su unión se da mediante procesos multicausales análogos entre las redes digitales y las redes neuronales.

Los contenidos de información en red pasan a tener un valor que provoca reacciones inmediatas; ahora bien, en las redes sociales también puede haber personas sin cuerpo, que son simples simulaciones del dispositivo de la persona: se les denomina bots. Los bots actúan en el ámbito del dispositivo digital de las personas, aunque no son personas. Fuera de este ámbito, no tienen otro dominio de acción porque carecen de cuerpo. Al menos la mayoría de las personas en todo momento pueden recurrir a su cuerpo, a pesar de que en el campo tecnológico solo se utilice para teclear o mirar y tocar la pantalla. Sin embargo, un bot siempre responderá a un sistema de programación diseñado por una persona natural, la que le dota de elementos inteligentes para interactuar con otras personas como si fuera una de ellas. Un bot no es una persona, pero tampoco una cosa. Es una no-cosa.

Tal como se lo ha descrito, el bot no deja de ser una curiosidad tecnológica que roza lo metafísico, una no-cosa que invita a pensar hasta dónde llegará el desarrollo tecnológico, un interesante fenómeno, ciertamente artificial, y con un proceso de creación no exento de conocimientos informáticos avanzados. El problema radica en la amplia capacidad de manipulación que tienen los bots: cuando atraviesan las redes sociales para suscitar emociones que se expresan públicamente, ya sea por sensibilidades políticas, morales o religiosas. Es así como los bots adquieren un poder, en la medida en que son capaces de influir en las personas, conmoverlas, agitar sus cuerpos, extraer opiniones de ellas; ni qué decir tiene si también logran incentivar una decisión o, por qué no, desincentivarla.

Al ponerlos a operar camuflados como personas, los bots influyen a individuos, grupos y colectivos sobre aspectos de la vida que no se remiten solo a la comunicación en redes digitales. No es lo mismo recibir información de una persona que de un programa de Inteligencia Artificial. Siempre resulta simpático que nos responda una voz robotizada que sale de nuestro celular, pero sabemos en qué contexto de comunicación estamos y qué cosa habla. Generalmente, solemos dejarnos impresionar más por el testimonio de una persona. El problema con los bots es que no sabemos que interactuamos con programas de Inteligencia Artificial, al creer que nos comunicamos con personas al otro lado de la pantalla.

De este modo, cabe reiterar que la programación de un bot para construir una concepción, una imagen o una opinión que repercuta en el espacio público afecta de manera indeleble a lo político, así como también a las sensibilidades morales. Estos programas, por supuesto, responden a intereses de personas. Tales personas podrán actuar más efectivamente por medio de los bots, los cuales ofrecen la posibilidad de incidir en los afectos. Obviamente, influir sobre los afectos persigue causar una reacción, cambiar una decisión, permear la percepción sobre un asunto, quizás hacer una compra que no pensábamos hacer, quién sabe si también salir a votar y qué votar.

En 2012, Manuel Castells identificaba en las protestas que se dieron un año antes en el mundo occidental e islámico una sinergia entre las redes sociales y los cuerpos que salían a manifestarse en el espacio público. Castells recuerda que en las protestas de Egipto, por ejemplo, el régimen de Mubarak mandó bloquear los accesos de Internet en todo el país, medida que de poco sirvió, pues, servidores externos facilitaron el acceso a los ciudadanos egipcios. Es en estos aspectos donde Castells encuentra una colaboración híbrida que alienta la calle mientras ofrece información de relevancia para la organización ciudadana. No obstante, diez años después, estamos ante una situación distinta: la colaboración híbrida entre personas en las redes sociales y personas en el espacio público físico se ha visto socavada, porque la red puede contribuir significativamente más a la desinformación que a la información.

Por otro lado, las redes sociales ya se han vuelto proactivas con respecto a los fenómenos que acaecen en la physis social. Como la cosa pública ha pasado al plano de la no-cosa, la posibilidad de una política sobre cosas comunes ha sido suprimida, debido en buena medida a que en el dispositivo digital de las personas priman los afectos sobre las razones. Si el mundo de las cosas tiende cada vez más a automatizarse, también la cosa pública es un motivo de desaprensión de los asuntos políticos, siendo estos sustituidos por la confrontación de sensibilidades que se hacen pasar por cuestiones políticas, inclusive habría que poner en duda si estamos ante ideologías como tal. La confrontación de las sensibilidades configura el campo de batalla idóneo para los bots, cuyas posibilidades de repercusión se dan allí donde opera la inmediatez de los afectos. No hay una distinción clara entre personas y cosas en entornos infestados de no-cosas, ergo, el cuerpo pierde su potencia transicional para quedar degradado a imagen retocada de sí, si es que no a un simple meme.

Finalmente, las personas en su nuevo dispositivo digital se dirigirán cada vez más bajo el impulso emocional al son que marcan los bots, desarticulando el diálogo político, la acción pública o la capacidad de dar y recibir explicaciones fundadas en razones. La impolítica de los bots se juega en el campo de las reacciones inmediatas. Los estados emocionales están más segmentados en el tiempo, y bien pueden fluctuar itinerantemente entre la ira y la euforia de los usuarios. Sea cual sea la información, hay unos estándares sistemáticos desde los que opinar pulsando teclas, emoticonos y memes, sin juicio crítico previo. Todo esto a veces desencadena reacciones que agitan la physis social, aunque detrás no se aprecie una racionalidad humana capaz de invitar a la reflexión.

Referencias:

Esposito, R. (2016). Las personas y las cosas (trad. Federico Villegas). Buenos Aires: Eudeba.

Castells, M. (2012). Redes de indignación y esperanza (trad. María Hernández). Madrid: Alianza.

Han, B-C. (2021). No-cosas (trad. Joaquín Chamorro Mielke). Madrid: Taurus.   

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