
FRAGMENTOS FILOSÓFICOS

UNA JAURÍA DE INQUISIDORES
por Caroline Fourest
Estamos viviendo el advenimiento de ese «mundo de siluetas», ese mundo de engaños que temía Albert Camus. La tiranía de la ofensa reina por doquier, como preludio de la ley del silencio.
Desconcertado por el simplismo del inquisidor estadounidense, otro de los internautas japoneses se pregunta: «¿Dónde colocas el límite de lo que está “autorizado”? Si esa niña fuera de origen japonés, ¿la fiesta estaría bien? ¿Solo estás autorizado a preparar una pizza si vives en Italia?».
La pregunta da en el clavo. Pero la jauría da miedo. Cada vez más padres consultan Internet para saber qué es «correcto hacer para Halloween», aterrorizados ante la idea de ser injuriados como Heidi. El mismo año, otra madre de familia pregunta a sus amigos en las redes sociales si puede organizar una fiesta temática Moana, como guiño al dibujo animado que ensalza a la heroína polinesia. La mujer aclara que en su familia «somos muy blancos y muy rubios». Improvisando el papel de jefe de familia virtual, un internauta decreta que la «celebración cultural» no es «apropiación», siempre y cuando los niños no practiquen la brown face (oscurecerse la tez). Otra madre recalca que ve a muchas niñas disfrazarse de Frida Kahlo para Halloween y que «no le resulta irrespetuoso». Lo único que espera es que esas chicas sepan quién era la pintora «y que esta no se reduce a una ceja única y unas flores bonitas». No hay nada menos seguro. En el país del juicio por «apropiación cultural», de lo que menos se apropia la gente es de la cultura general.
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¿Cómo explicar semejante inflamación de las polémicas? La chispa surge de una visión confusa del antirracismo, y la amplitud del linchamiento, por su parte, proviene de nuestras nuevas modalidades de debate y del fenómeno jauría 2.0. Con las redes sociales, ya no hay necesidad de crear movimientos, fabricar pancartas ni salir a la calle con frío para protestar. Podemos manifestarnos desde el calor de nuestras casas y protegidos por el anonimato. Por ello, los motivos de indignación son lógicamente más cuantiosos y, a veces, más fútiles también. Ya no nos tomamos el tiempo necesario para digerir o respirar antes de gritar. Al más mínimo desacuerdo, ante la más ínfima picadura en nuestra epidermis —por más microscópica que sea—, chillamos a través de nuestro teclado. Sobre todo si un «amigo» virtual o un miembro de nuestra tribu digital lidera la acusación. Nos integramos uniendo nuestros gritos indignados al círculo de los ofendidos.
Pocas veces la identidad virtual ha definido tanto nuestra identidad real. Según Clément Rosset, «la identidad prestada», esa «imitación del otro», permite «que la personalidad se constituya». La generación actual se construye principalmente emulando a aquellos que linchan a los demás por Internet. Con tanto ímpetu que conformar una jauría protege. Con tanto revuelo que basta con calificarse de «ofendido» o «víctima» para llamar la atención. Una chispa, un mero posteo que vocifere la apropiación cultural, es suficiente para hacerse amigos y hallarse en el centro de la actualidad. No importa la cantidad de lobos, puesto que la legitimidad viene del estatus de víctima. No hay nada más glorioso que librar una lucha desigual.
Según Clément Rosset, «la identidad prestada», esa «imitación del otro», permite «que la personalidad se constituya». La generación actual se construye principalmente emulando a aquellos que linchan a los demás por Internet.