
FRAGMENTOS FILOSÓFICOS

PERIODISMO Y FILOSOFÍA
por Emilio Lledó
Pienso que la relación de estas dos palabras acota un espacio importante —casi fundamental— en nuestro presente. Pero habría antes que ver el sentido que tienen o, al menos, qué significados más importantes son los que encierran. Las dos palabras expresan no tanto contenidos distintos, sino una originaria asimetría. Periodismo es el ejercicio de una profesión, el acto de escribir para unas publicaciones efímeras, que consumen precisamente la actualidad de sus noticias al atardecer del mismo día en que aparecieron.
La filosofía, sin embargo, no señala, en principio, el ejercicio de profesión alguna, sino una serie de contenidos que, a lo largo de su historia, han ido describiendo las formas en que los seres humanos —algunos seres humanos— han entendido el mundo, la vida que puebla ese mundo, y las relaciones que pueden establecerse entre sus pobladores mismos, entre sus productos y obras, en función de principios teóricos que orientan nuestra capacidad de entender y entendernos.
Pero el periodismo, tal vez, manifieste algo más que el carácter efímero de las noticias. Es curioso que efímero tiene su etimología en dos términos que indican la esencia de un existir a caballo sobre los días. Efímero es estar al día, vivir del día, diluirse día a día. Expresiones varias, matices distintos, de esa más grandilocuente pero certera definición del poeta tebano: «Seres de un día los hombres, entre el sí y el no; sueño de una sombra». Quizá sea esta la primera descripción de la vida humana, en la que se vio a los hombres en el breve marco de su diario y mortal camino. Y ese carácter efímero, periódico —un Sol que nace, un Sol que se pone—, alienta algo más que el espacio celeste de nuestro transcurrir. El carácter diario de la existencia está, cada mañana, más lleno de acontecimientos, más ensordecido de voces contradictorias que nos describen, diversamente, el continuo acontecer; más irradiado de fogonazos que nos enseñan rincones de los sucesos, perfiles de lo real.
Efímero es estar al día, vivir del día, diluirse día a día. Expresiones varias, matices distintos, de esa más grandilocuente pero certera definición del poeta tebano: «Seres de un día los hombres, entre el sí y el no; sueño de una sombra».
No sólo, pues, andamos por los entresijos de ese marco diariamente mortal, sino que, en la actualidad, se nos cuenta también cómo es ese fluir, se nos señala el horizonte ante el que discurre y se nos indican los contenidos, las novedades, del tránsito. Un marco estrecho, sin duda, esta agobiante, breve, duración medida por los astros. Pero mucho más agobiante si se nos pinta en el lienzo de ese marco lo que pasa dentro de él, lo que verdadera o engañosamente se inscribe en él. Porque nuestro carácter efímero se mide por el diario desgaste de nuestro corazón, por la inevitable caída de las horas, una a una, punzada a punzada sobre nuestro indefenso cuerpo.
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Hay un desgaste más implacable que la asumida y ya resignada condición de nuestros días. Hay otra forma de muerte que la que nos lleva a un final de la existencia, determinado por la escasa duración de nuestro ser temporal, si a ese fugaz escape de los instantes añadimos la corrupción de la inteligencia, el vacío de la memoria. Después de todo, la transitoriedad de la vida hace mucho más gustoso, esperanzado y original, el andar. Seres de un día; pero cada día tiene un sabor más fuerte, una espera más coherente, si aprendemos a hilvanar esos días, que se apagan, con el hilo de un proyecto donde se levantan algunas de las mejores propuestas de solidaridad, de justicia y verdad. Palabras estas que han inventado los hombres para, efectivamente, ir dejando, en el desvanecerse del tiempo, un contenido que pudiéramos agarrar, más allá del implacable desvanecimiento. El carácter efímero, diario, del vivir, en el que nos enlazamos con toda la naturaleza, cobra singularidad y argumento en la lectura que sepamos hacer de la propia y particular existencia. Ese proyecto nada utópico, aunque ideal, del día a día en el curso del tiempo, a pesar de los inconvenientes de la realidad, de sus contradicciones sociales, de la miseria y la violencia, nos empuja hacia un territorio en el que comunicarlo debería ser progresar.
Pero esa lectura, esas posibilidades de interpretación que arrancan de nuestra existencia, necesitan ayuda, sobre todo, porque lo que vivimos en el cuerpo va siempre acompañado por los datos de quienes tienen el poder de alimentar lo que vivimos en la mente, de lo que ven nuestros ojos —letras o imágenes—, de lo que atienden nuestros oídos.
El periodismo se hace así intérprete del instante, lector de lo que pasa en el desvanecerse de los seres de un día. Su interpretación tiene que fundarse en algunos principios, en alguna ética. Nos llenamos la boca con estas palabras, en conferencias, en asociaciones de prensa, manteniéndolas como música celestial para nuestro minusválido consuelo, como territorio azucarado para los ataques —si los hay— de la mala conciencia, volvemos luego a la carga en la rueda ideológica que nos mueve y desde la que no sabes ya ni mirar, ni entender nada fuera del grumo pastoso en el que se ha convertido nuestra posible mismidad, nuestra personalidad, nuestra libertad. Nunca mejor dicho: somos medios, los famosos medios de información, la sociedad mediática. Medios, o sea, mitades, seres partidos por no sé qué extraña mediación. Partidos entre el propio respiro de nuestro ser y ese montón de intereses que condimenta la papilla ideológica que saboreamos y digerimos, para alimentarnos y, por supuesto, para justificarnos.
El periodismo se hace así intérprete del instante, lector de lo que pasa en el desvanecerse de los seres de un día. Su interpretación tiene que fundarse en algunos principios, en alguna ética.
Un futuro que nos acosa es la verdad, una necesidad que nos arrastra es el progreso, una urgencia, cada día más hondamente sentida, es la luz con la que alumbrar el oscuro mar de la incorregible y cruenta historia que producimos. Narradores y hermeneutas de lo efímero, los nuevos ojos del periodismo —valientes, originales ojos— están para enseñarnos a ver, en el fugaz paso de los días, lo que de verdad pasa, para darnos direcciones inequívocas, para decirnos en la diaria escritura esa lección de fugacidad, y para alumbrar, con todo ello, la vida y liberarla de las turbias presiones que la embadurnan. Igual que la filosofía; pero más rápido, más centelleante, más apremiante, el periodismo.
-Emilio Lledó, Fidelidad a Grecia