FRAGMENTOS FILOSÓFICOS

El Dios que no nació

por Mark Lilla

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¿Oyes la campanilla? ¡De rodillas! Están llevando los sacramentos a un Dios que agoniza. 

HEINRICH HEINE

Tenemos dificultades para dejar a Dios en paz.

Para los creyentes de las religiones bíblicas, las razones son obvias: esto ocurre porque Dios no nos deja en paz. Nuestro mundo y nosotros estamos vinculados a él en un nexo divino; él es nuestro creador, nuestro guía, nuestro juez, nuestro redentor. Y como lo es, debemos saber cómo quiere que vivamos. El Dios bíblico no es una deidad remota que abandonó a su creación, ni camina silenciosamente entre nosotros. Es el Dios que habla, se compromete con su creación y espera una respuesta. Declaró su creación buena, y ahora el cielo y la tierra declaran su gloria. Pero también dejó la creación incompleta para que nos volviéramos a él en busca del secreto de la buena vida, la ley exhaustiva, lo único que verdaderamente necesitamos. Si los seres humanos buscan a Dios, es porque él desea que lo hagamos, porque, aunque caídos, estamos hechos a su imagen y semejanza.

Esta es una visión optimista de la fe religiosa, y en el siglo XVII no abundaba el optimismo. Tras décadas de absurdas hostilidades entre distintas confesiones a raíz de la Reforma protestante, que habían seguido a muchos siglos de conflictos entre reyes, emperadores, papas, concilios de la Iglesia y órdenes religiosas, la naturaleza de la fe ya no parecía tan sencilla. Porque aunque Dios fuera la fuente de la verdadera creencia y culto del cristianismo, era evidente que había algo más en funcionamiento en el fanatismo mesiánico y el fervor apocalíptico de la época. […]

Thomas Hobbes destacó como el más radical de estos nuevos filósofos; radical porque sus respuestas eran muy simples. Hobbes pensaba que si tomamos en serio la idea de que el hombre es una criatura que desea y se encuentra limitada por la ignorancia y el miedo, podemos explicar por qué los hombres creen en dioses, por qué son propensos a la violencia, cómo se manipulan sus creencias, y por qué Europa se encontraba asolada por guerras sectarias alimentadas por pasiones escatológicas. También pensaba que podemos construir una nueva forma de filosofía política que empezaría con estos hechos observables evidentes sobre la naturaleza humana, en vez de comenzar con una representación extravagante del nexo entre Dios, el hombre y el mundo. Esta filosofía política ya no se ocuparía de Dios como creador del hombre, sino que se centraría en el hombre como creyente en Dios. […]

Sí, tenemos dificultades para dejar a Dios en paz.

El renacimiento de la teología política es una historia que nos invita a ser modestos, o debería hacerlo. No es un relato gnóstico sobre el alzamiento de los hijos de la oscuridad contra los hijos de la luz, una fábula que se cuenta para despertar a estos últimos de su sueño. […] Una de las paradojas de la política moderna es que, como renuncia a recurrir a la revelación divina, debe por esa misma razón estar más atenta al fenómeno de la religión y comprender sus efectos políticos. Hobbes, Locke y Hume reconocieron ese principio, pero desde su época la tradición democrática liberal no ha desarrollado su pensamiento sobre antropología religiosa ni ha afrontado el estudio de las imágenes alternativas del hombre religioso que pintaron Rousseau y sus herederos. El estudio de la religión se ha separado del estudio de la política, y los que se ocupan de este último ya no están acostumbrados a preguntarse qué es la religión. Si hay variedades de experiencia religiosa, ¿cómo afecta cada una de ellas a la vida pública? ¿Cuáles son sus efectos psicológicos sobre individuos y grupos? ¿Cómo podrían contribuir a una vida pública saludable en una democracia liberal? ¿Hay una forma de reconocer esa contribución sin despertar los fantasmas de la teología política y del mesianismo político? Si no la hay, ¿qué mecanismos deben prepararse para controlar o desviar las pasiones religiosas?

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El éxito ha generado autocomplacencia. El éxito es real: las democracias liberales contemporáneas han conseguido adaptar la religión sin desencadenar la violencia sectaria o estimular la teocracia, y eso constituye un logro histórico. Aunque Gran Bretaña y Estados Unidos pueden enorgullecerse de haber cultivado las ideas de tolerancia, libertad de conciencia y de una separación formal de la Iglesia y el Estado, su éxito ha dependido de un experimento totalmente único que afectó a las sectas protestantes en los siglos XVII y XVIII.

La tradición liberal anglosajona carece de un vocabulario para describir la complejidad de su propia vida religiosa, y todavía menos para comprender la relación entre fe y política en otras partes del mundo. Resulta instructivo recordar que la obra más importante sobre el papel de la religión en Norteamérica fue escrita por un francés que era un estudiante devoto de Rousseau: Alexis de Tocqueville. Desde entonces hemos estado buscando en la oscuridad. […] No hay forma de borrar la distinción intelectual entre teología política, que recurre en algún momento a la revelación divina, y una filosofía política que intenta entender y alcanzar el bien político sin ese recurso. Y, desde el punto de vista psicológico, hay peligros reales que acechan cuando se intenta forjar una tercera vía entre las dos. Un peligro es la santificación teológica de una sola forma de vida política, algo que constituye una tendencia común en la historia de la humanidad. Otro es la desesperación espiritual ante el fracaso político, que resulta central en la historia que aquí se cuenta. El Dios que no nació de los teólogos liberales nunca pudo satisfacer los anhelos mesiánicos que contenía la fe bíblica, y resultó inevitable que cuando llegó la crisis este ídolo fuera abandonado por un Dios fuerte y redentor. Lo patético de los teólogos liberales era que no habrían podido responder espiritualmente a las pasiones que desataron, ni sabían controlarlas políticamente como Hobbes y sus seguidores filosóficos habían hecho.

El río que separa la filosofía política y la teología política es estrecho y profundo; los que intenten dominar las aguas serán arrastrados por fuerzas espirituales que escapan a su control. Aquellos de nosotros que hemos aceptado la herencia de la Gran Separación debemos hacerlo con sobriedad. Una y otra vez debemos recordar que vivimos un experimento, que nosotros somos la excepción. Tenemos pocas razones para esperar que otras civilizaciones sigan nuestro insólito camino, que comenzó por una crisis única de la teología política de la cristiandad. Esto no significa que otras civilizaciones carezcan necesariamente de los recursos para crear un orden político factible, sino que tendrán que encontrar los recursos teológicos de sus tradiciones para que eso ocurra. Nuestro reto es distinto. Hemos hecho una elección que es al mismo tiempo más sencilla y difícil: hemos decidido que nuestra política se limite a proteger a los individuos del mayor daño que puedan infligirse unos a otros, a garantizar las libertades fundamentales y proporcionar un bienestar básico, y a dejar su destino espiritual en sus propias manos. Hemos apostado que es más prudente recelar de las fuerzas desatadas por la promesa mesiánica de la Biblia que intentar explotarlas para el bien público. Hemos elegido que la luz de la revelación no ilumine nuestra política. Si queremos que nuestro experimento funcione, tenemos que contar con nuestra propia lucidez.

-Lilla, Mark. El Dios que no nació: Religión, política y el Occidente moderno.

 

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