
FRAGMENTOS FILOSÓFICOS

LIBRERÍAS
Jorge Carrión
La Biblioteca de Alejandría, según parece, se inspiró en la biblioteca privada de Aristóteles, probablemente la primera de la historia que fue sometida a un sistema de clasificación. El diálogo entre las colecciones privadas y las colecciones públicas, entre la Librería y la Biblioteca, es, por tanto, tan viejo como la civilización; pero la balanza de la Historia siempre se inclina por la segunda. La Librería es ligera; la Biblioteca es pesada. La levedad del presente continuo se contrapone al peso de la tradición. No hay nada más ajeno a la idea de librería que la de patrimonio. Mientras que el Bibliotecario acumula, atesora, a lo sumo presta temporalmente la mercancía –que deja de serlo o congela su valor–, el Librero adquiere para librarse de lo adquirido, compravende, pone en circulación. Lo suyo es el tráfico, el pasaje. La Biblioteca está siempre un paso por atrás: mirando hacia el pasado. La Librería, en cambio, está atada al nervio del presente, sufre con él, pero también se excita con su adicción a los cambios. Si la Historia asegura la continuidad de la Biblioteca, el Futuro amenaza constantemente la existencia de la Librería.
La Biblioteca es sólida, monumental, está atada al poder, a los gobiernos municipales, a los estados y sus ejércitos: además del expolio patrimonial de Egipto, el «ejército de Napoleón se llevó unos mil quinientos manuscritos de los Países Bajos austriacos y otros mil quinientos de Italia, principalmente de Bolonia y el Vaticano», ha escrito Peter Burke en su Historia social del conocimiento, para alimentar la voracidad de las bibliotecas francesas. La Librería, en cambio, es líquida, temporal, dura, lo que su capacidad para mantener con mínimos cambios una idea en el tiempo. La Biblioteca es estabilidad. La Librería distribuye, la Biblioteca conserva.
La Librería es crisis perpetua, supeditada al conflicto entre la novedad y el fondo, y justamente por ello se sitúa en el centro del debate sobre los cánones culturales. Los grandes autores romanos eran conscientes de que su influencia dependía del acceso del público a su producción intelectual. La figura de Homero se ubica justamente en los dos siglos previos a la consolidación del negocio librero, y su centralidad en el canon occidental guarda directa relación con el hecho de ser uno de los escritores griegos de cuya obra conservamos más fragmentos. Es decir: uno de los más copiados. Uno de los más difundidos, vendidos, regalados, robados, comprados por coleccionistas, lectores comunes, libreros, bibliófilos, gestores de bibliotecas.
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De los rollos de papiro y de pergamino y de los códices de las librerías griegas y romanas, de todo el capital textual que pusieron en circulación, provisionalmente confinado en espacios privados y públicos, la mayoría del cual fue destruido en innumerables guerras e incendios y mudanzas, depende nuestra idea de tradición cultural, nuestra nómina de autores y títulos de referencia. La ubicación de la librería es fundamental en la vertebración de esos cánones: hubo un tiempo en que Atenas o Roma fueron los posibles centros de mundos posibles. Sobre esas capitalidades perdidas e indemostrables hemos construido toda la cultura posterior.
Con la caída del imperio romano disminuyó el tráfico de libros. Los monasterios medievales prosiguieron con la tarea de difundir la cultura escrita, mediante los copistas, al tiempo que el papel llevaba a cabo su largo viaje desde China, donde fue inventado, hasta el sur de Europa, gracias al islam. El pergamino era tan caro que a menudo se borraban algunos textos para poner otros en su lugar: hay pocas metáforas tan poderosas de cómo funciona la transmisión cultural que la del palimpsesto. En la Edad Media un libro podía tener unas cien copias manuscritas, ser leído por unos miles de personas y escuchado por muchas más, ya que la oralidad volvió a ser más importante que la lectura individual. Todo eso no significa que no prosiguiera el comercio de librería, pues no sólo la clase eclesiástica y la noble tenían necesidad de leer, también los cada vez más numerosos estudiantes universitarios debían abastecerse de textos impresos, ya que entre los siglos XI y XIII se fundan las más antiguas universidades de Europa (Bolonia, Oxford, París, Cambridge, Salamanca, Nápoles…). Como ha escrito Alberto Manguel en Una historia de la lectura:
Desde finales del siglo XII, aproximadamente, los libros pasaron a ser objetos comerciales, y en Europa su valor pecuniario estaba lo suficientemente establecido para que los prestamistas los aceptaran como garantía subsidiaria; anotaciones donde se registraban tales compromisos se encuentran en numerosos libros medievales, especialmente en los pertenecientes a estudiantes.
– Fragmento de Librerías